De un ayer que no se repite (entrevistas EPAL)
Posted on June 21st, 2018
Everardo Ramírez
Nací aquí, en Coyoacán, en esta misma casa de Callejón de las Artes número 25; me tocó la racha revolucionaria y sus consecuencias: no pude ir a la escuela primaria, sino hasta que tuve los dieciséis años de edad, cuando ya empezó a normalizarse el asunto de la educación. Fue por ese tiempo, me acuerdo bien, que siendo estudiante de tercer año de primaria, tuve mi primera experiencia en la pintura: le ayude’ a mi maestro a colorear el escudo de la bandera nacional; no hice gran cosa, pero me gustó.
Luego, por aquí por mi rumbo venían unos niños en grupo a pintar el paisaje de este barrio; antes Coyoacán no estaba como hoy. A mí me daba curiosidad que los veía siempre atentos a su trabajo, serios y formales. Diario, por las tardes, venían por acá y se quedaban un buen rato. Un día, ya no me aguante y le pregunté a un muchacho que como le podía yo hacer para entrar a esa escuela, a estudiar pintura. El me dijo: muy sencillo, ve y habla con el profesor Ramos Martínez.
Y así fué. Una tarde fui y le dije al maestro cuál era mi deseo. El me dijo: ven, te voy a dar un papel y un carboncillo; pinta lo que quieras, lo que te guste. Así empecé a hacer mi obra; bueno, en ese tiempo no era gran cosa, pero empecé con mucho ánimo. No me acuerdo cuál fue el cuadro que pinte primero, y no se’ tampoco donde quedó; a lo mejor Io compró el gobierno porque cada mes. Ia Secretaría de Educación Pública (antes, de Instrucción Pública y Bellas Artes), seleccionaba los cuadros más distinguidos y los compraba; tai vez entre esa colección esté una de mis obras; en realidad, no sé donde quedaron, aquí en mi casa no tengo ninguna. Algunas se quedaban en la bodega de la escuela, pero ésta siempre estuvo desorganizada y, quién sabe qué habrá sido de las pinturas mías y de mis compañeros.
Los cuadros que vendíamos a la Secretaría de Educación Pública tenían un precio de 50 pesos; 45 eran para nosotros y 5 para la escuela, como ahorro para compra de materiales. Nosotros nos sentíamos muy orgullosos de vender nuestra pintura; además, unos éramos tan pobres que ese dinero nos ayudaba mucho en los gastos. Yo estuve en la escuela del maestro Ramos Martínez aproximadamente de 1922 a 1927 y, en ese tiempo, seguramente llegué a vender hasta ocho cuadros; no crea que era muy fácil tener clientes, antes a la gente no le gustaba la pintura y, en aquel tiempo post- revolucionario, apenas si se tenía para comer. Total: vendí poco, muy barato —más o menos a cincuenta pesos cada uno— y, mis otros cuadros, los regale o los perdí. Así fue la cosa.
En ese tiempo pintaba yo un cuadro cada dos meses; noma's íbamos a la escuela de pintura por las tardes y, aunque teníamos un buen rato para trabajar, no podíamos asimilar mucho porque no teníamos maestro, prácticamente éramos nosotros quienes nos formábamos solos. Claro que estaba el maestro Alfredo Ramos Martínez y su ayudante Ramón Cano y los dos nos auxiliaban, nos aconsejaban. no faltaban un sólo día; Cano, incluso vivía allí en la escuela.
Después. la escuela se paso’ de la Hacienda a las calles de Fernández Leal (antes Callejón de Las Flores) e Hidalgo; ma’s tarde, en 1927, se fue al Convento de Churubusco. Y, con esos cambios, todo empezó a ser distinto.
Antes, allá en la Hacienda teníamos siempre material, no de primera calidad, pero había. También había gente que se encargaba de moler las tierras, preparar las telas; Io único que los estudiantes debíamos llevar era nuestra paleta y el deseo enorme de pintar. Nunca se cobró un centavo.
Con esos cambios de que le hable’, se acabó el material; ni alimentos, ni casa, ni pensión, ni nada. Si... había estudiantes que a lo mejor porque venían de fuera se hospedaban en la propia escuela. Pero todo eso se acabó.
¿Que qué recuerdo del maestro Ramos Martinez?
Muchísimo, señorita. Era un hombre muy humano, con mucha amabilidad. Cuando le enseñábamos nuestros cuadros, él sólo nos decía: mira, procura hacerlo mejor; pero nunca metió las manos en nuestro trabajo. Nos respetó mucho. Me acuerdo que a veces salíamos ya tarde de la escuela cuando estaba en el Convento de Churubusco y nos veníamos un grupito de muchachos platicando con él. Nos contaba de sus épocas en que había estado en Europa y que lo que allá vio y aprendió no le hizo ningún beneficio. Y que, cuando llegó a México encontró niños muy bien dotados que le dieron una gran lección acerca de lo que era realmente la pintura. Era una gran persona ese maestro. Luego, a fines de 1927, le hicieron mucha política, ya sabe usted cómo es eso, y se acabaron las Escuelas de Pintura al Aire Libre. Entonces, todos los que estábamos en ellas como estudiantes más o menos antiguos, fuimos a los Centros Populares de Enseñanza Artística Urbana. A mí me mandó Ramón Cano con el maestro Gabriel Fernández Ledesma, para que fuese su ayudante en ese Centro que tuvo en el callejón del Hormiguero; allí aprendí a grabar, oficio que fue, con el tiempo y hasta hoy, mi profesión, además del béisbol.
Me gusta recordar aquella época de las Escuelas de Pintura al Aire Libre, porque fue en una de ellas donde yo aprendí mucho de lo que soy. Esa experiencia fue una gran satisfacción en primer lugar porque de estudiante pasé a maestro y luego porque el estar allí conviviendo con otros muchachos de mi propia edad y mi propio medio económico, me abrió los ojos a otro modo de ser y ver la vida; conocer el arte y ver la vida con un sentido un poco más honesto, más consciente de la gente humilde, marginada; entonces, esto me dió la posibilidad de hacer un arte aplicado al servicio de esa gente humilde a la que también pertenezco.
Por último, me gustaría sugerir que alguna galería o alguna calle de la ciudad de México llevará el nombre de don Alfredo Ramos Martínez, quien fué un gran maestro para nosotros y cuya obra. al parecer, muchos han olvidado.
Juan Manuel Toussaint
Yo fui alumno de una de las Escuelas de Pintura al Aire Libre, la que estaba aquí en Los Reyes, Coyoacán; prácticamente asistí a esa escuela durante toda la etapa de mi instrucción primaria y tuve como maestro a Ramón Cano; él era un muy buen maestro, una persona muy seria, muy amable, atenta, y sabía expresarse muy bien. Él nos ponía a preparar personalmente las telas. los bastidores y nuestros caballetes, así como las pinturas, todo lo hacíamos nosotros solos.
El ambiente de la escuela era muy bonito y muy interesante; casi todos los alumnos éramos niños ——-aunque también había jóvenes y uno que otro adulto- de diferentes estratos sociales; había niños completamente indígenas nacidos en esta región; unos calzaban huaraches, otros iban descalzos y otros más llevábamos zapatos, pero todos nos queríamos mucho, entre nosotros no había diferencias.
A todos nos daban el material necesario para trabajar; claro, eran materiales corrientes, pero nos servían. Todos pintábamos con la más devota seriedad; expresábamos lo que sentíamos, el maestro nos daba la más absoluta libertad. Continuamente íbamos al campo, a caminar y a pintar alrededor de ese pueblo. Los Reyes era precioso, lleno de manantiales. de arroyos con agua cristalina, de flores y árboles frutales; las casitas de aquella época en Los Reyes eran propiamente jacalitos de teja. Nosotros elegíamos el sitio que nos gustaba y pintábamos según nuestro gusto e interpretación del paisaje.
La escuela, era una casa de adobe construida en dos plantas, los salones eran bastante espaciosos; esa casa estaba en uno de tantos callejoncitos de Los Reyes. me parece que en el de Las Flores; habla una escalerita de madera para subir al segundo piso donde teníamos clase de dibujo, me parece. Desde ese salón. a través de sus grandes ventanas, podíamos observar un hermoso paisaje de Los Reyes, por aquellos años, paisaje que ya no se volverá a repetir. Además de la clase de paisaje. teníamos otras materias: dibujo, figura, paisaje, naturaleza muerta. Éramos como setenta alumnos y el maestro Cano se daba bien abasto porque nosotros siempre fuimos muy ordenados. Todos íbamos con el espíritu de aprender. Recuerdo que también en alguna ocasión nos enseñaron a pintar murales; los materiales con que trabajábamos no eran muy buenos que digamos y no lográbamos gran cosa; también nos dieron algo de conocimientos de fresco; primero se hacían los aplanados y sobre ellos nos ponían a pintar, al fresco, ahí en la misma escuela; claro, esto no duraba mucho porque las paredes eran de adobe y pronto el fresco se caía a pedazos. Sin embargo, en alguna ocasión el maestro mandó enyesar algunos muros y sobre ellos pintamos algunos motivos mexicanos, tal y como cada quien los iba imaginando.
Cuando Ia escuela desapareció, todos nos sentimos tristes, defraudados, frustrados; yo venía de una familia más o menos acomodada, pero mis compañeros eran algunos realmente muy pobres y no tendrían manera de pagarse estudios de pintura, ni siquiera tenían para los camiones. Esto significó un gran golpe porque había muchos jóvenes y niños que apuntaban como muy buenos pintores y que se quedaron a medias al desaparecer ia escuela.
Así pues, al acabarse ese sueño, todos recogimos nuestros cuadros y nos fuimos a nuestras casas. ¿Qué hicimos con nuestras obras? Déjeme ver; yo lo que hice —y creo que muchos también- fue venderlas; como chamacos que éramos nos ilusionaba tener dinero en la mano; íbamos entonces a las tiendas de curiosidades mexicanas para gringos y allí las vendíamos en la fabulosa cantidad de 75 pesos que en ese tiempo y, para un niño, era un dineral. Así que vendí toda mi obra y alguna que otra la regale’; sólo conservo dos cuadros, el retrato de mi madre y una escena de niños jugando. Nunca más volví a pintar, a pesar de que me gustaba tanto y de tener a mi padre, el escultor Manuel Toussaint, quien siempre me estimuló’. En total debí pintar cerca de cuarenta o cincuenta cuadros, los cuales estarán repartidos no sé ahora dónde.
Gregorio Labastida
Recuerdo mucho y con cariño al maestro Alfredo Ramos Martínez. El día que llegué a su escuela, allá en el Convento de Churubusco, me dijo: “Mira muchacho, aquí puedes hacer lo que tú quieras". Y me repetía, porque tenía un estilo muy simpático y se ponía muy serio al hablar: “Mira, nunca te juntes con los otros, no les copies, tú pinta lo que sientas, sé completamente tú, procura irte lejos y según veas las cosas, las pintas". Total: empecé a pintar. Hice amistad con otros muchachos, eran cuatro y así fuimos aprendiendo. Luego, cambiaron Ia escuela al callejón de Las Flores: para ese tiempo, el trabajo que allí se hacía era más renombrado. Ramos Martínez, de cuando en cuando, traía invitados; creo que franceses, ingleses o gringos que venían a ver nuestros cuadros que exponíamos en un salón de la misma escuela.
Entré a estudiar pintura en primer lugar porque a mi papá le gustaba mucho esa profesión. Y a mi también para qué más que Ia verdad. Por ahi nos ibamos los domingos, por Chimalistac, con nuestras acuarelas y nuestro papel; cada quién pintaba lo que quería. Y así nos dio fuerte la afición hasta que mi papá —que era amigo de Ramos Martínez- habló con él y me recomendó para su escuela.
Después de Ramos Martinez vino de director Jorge Enciso; e‘l era buen maestro, muy callado; todos seguimos trabajando. En ese tiempo, nos propusieron hacer una exposición grande en el Teatro Nacional; la idea nació del licenciado José Lorenzo Cosío, delegado de Coyoacán, quien además de hacernos realidad la exposición, nos prometió conseguimos becas para estudiar en el extranjero, no sé si en Francia o en Inglaterra.
Pero no... cómo ve usted, todo eso era un sueño; en aquel tiempo era rete-difícil salir al extranjero y peor con lo cara que era la pintura y con lo mal que la pagaban; con decirle que cuando vendíamos bien vendida la dábamos a cincuenta pesos; lo normal era venderla en veinticinco o treinta pesos. Y, para colmo, ya para entonces el gobierno no nos daba suficiente material, y uno tenía que comprar su tela, sus pinturas, sus óleos. Como yo sabía la carpintería, que era el oficio de mi padre, hacia los bastidores para mi y para mis compañeros, entre todos comprábamos la tela y, con ayuda de libros que yo tenia por ahi guardados, la preparabamos de modo que estuviese lista para el óleo.
Así pues. ya con Jorge Enciso no nos daban casi nada, bueno, no él sino el gobierno; de repente, nos mandaban unas pinturas de aceite que se chorreaban todas, de lo aguadas que estaban; entonces, para mejorarlas, las moliamos una y otra vez hasta que estaban pastocitas, masuditas y ya podíamos usarlas. Pero luego ya ni eso teníamos y debíamos comprar los óleos con nuestro dinero... pero nos salía muy caro el chiste ¡había pinceles que nos costaban quince o veinte pesos porque eran importados!; también comprábamos la tela, el aceite de nuez ¡todo eso!
¿Que porqué me salí de la escuela? Esa es una historia larga, señorita. Bueno para decírsela en pocas palabras, me salí porque mi papá me lo pidió. Él vió que yo tomaba muy en serio la carrera de pintor y, después del éxito tan grande de la exposición en el Teatro Nacional, me dijo: “hijo, ¿que’ de veras te gusta la pintura?" “Pues sí papá," le contesté. Entonces él me confesó: “Mira, tu' eres mi único hijo varón, y en tí he cifrado mis esperanzas para que continúes mi labor de carpintería. "Total: me hizo comprender que me necesitaba en su taller y que, además, el arte era muy ingrato, que nadie lo entendía. Me dijo: “¿Que no te gusta traer dinero en el bolsillo? Mira a tus compañeros de Ia escuela de pintura, todos igual de pobres," mira a Camarena (Pablo Camarena), nunca trae dinero, hasta tienen que convidarle sus tortas; la pintura es muy ingrata, reflexiona". Pues sí, reflexioné y decidí abandonar la escuela y Ia pintura. Se Io dije al maestro Jorge Enciso y él me dijo: “pues es una lástima, uno quisiera ofrecerles todo, pero ya ven hace falta dinero". Y me lui; me dediqué desde entonces a mi oficio de tornero, haciendo lanzaderas para telares de cintería. Ahora, de vez en cuando pintó, sólo para darle gusto a mis nietecitas que siempre me andan preguntando que cómo pinto. ¿Mis cuadros? quién sabe dónde están; muchos los deje en la escuela; debían pertenecer a ella. Otros los vendi y otros más, los últimos que tenía, los regale. Y no me quiero acordar de los que me robaron un día que empaque todo en cajas cuando estaban cambiando el techo de aterrado por uno de bóveda catalana. De la obra de mi papá y mía no quedó nada, sólo estos dos dibujos a lápiz que hice para mis nietas. Tengo el sueño de irme un día a mi rancho en Zacatlan y ponerme durante muchos días, encerrarme a pintar Io que me gusta. Pero, ya ve, ese es sólo un sueño; cada día estoy más mayor y no sé si lograré tener tiempo para hacer eso que quiero.
México, Agosto de 1981.
José Chávez Morado
Las escuelas al Aire Libre y su desarrollo han sido elogiadas y denostadas abundante y exageradamente desde su creación y, después, han sido olvidadas por largos años; la revaloración que hoy se hace de ellas exige un juicio objetivo hecho con mejores instrumentos de análisis; no me cabe duda que esto se logrará' para bien de la historia del arte nacional que abunda en omisiones y en desenfoques de juicio frecuentemente intencionados y, otras veces, hijos de Ia pereza tanto de estudiosos como de instituciones.
Poco podré agregar a este análisis, pues yo inicié mis breves estudios de pintura en 1931, cuando la frescura de este experimento de docencia estaba ya marchita. Mi contacto con el fenómeno tiene dos momentos: uno, cuando fuí alumno irregular del Centro Urbano de Arte, de Nonoalco y, el segundo, cuando fui por breve tiempo jefe de la Sección de Artes Plásticas, del Departamento de Bellas Artes, de la Secretaría de Educación Pública, de donde dependían las escuelas de Pintura al Aire Libre. Creo que mi ingreso a la Escuela de Nonoalco se lo debo a Ia recomendación que me hizo Feliciano Peña. ÉI sí producto de la Escuela de Tlalpan y a quien conocí en el taller nocturno de grabado del maestro Francisco Díaz de León, en San Carlos.
Las Escuelas al Aire Libre eran, según deduje después, talleres de motivación artistica plástica, abiertos al pueblo al calor de la gran ola de búsqueda del rostro nacional que fermentó después de Ia revolución armada nacionalista y que con mayusculas llamamos Revolución Mexicana.
A dichas escuelas les correspondió Ia acción popular educativa paralela —en tiempo e intención social- a Ia gran pintura mural de 1921, pero separada de ésta por el gran abismo de la impreparación técnica y cultural. Lo que buscó y logró con amplitud el experimento fue la producción de bellas pintura y uno que otro grabado. estallantes de vitalidad primitiva, aunque defectuosos en técnica.
En lo que se refiere a Ia formación profesional del artista, no debemos ni podemos criticar estas escuelas. No fueron equipadas ni enfocadas para eso. Fueron tal vez pocos, posiblemente no lleguen a doce, los alumnos que llegaron a crear obra y nombre perdurables.
El tránsito de estas escuelas y su importancia no se restringe sin embargo, sólo a los productos directos; también debemos recordar sus efectos secundarios: la influencia que de ellas se observa en obras de los pintores que captaron —en creaciones cercanas a ese período- muchas y muy notables formas del primitivismo de estas escuelas: desdibujos intencionados, violencias cromáticas, temas o motivos populares que enriquecieron y dieron originalidad a pintores como María Izquierdo y Rufino Tamayo y que les sirvieron para contrarrestar las otras influencias que procedían del muralismo. Yo, por mi parte, no estaba en igual situación y mi preocupación era aprender a dibujar antes que se me ocurriera desdibujar y tampoco llegué a Nonoalco en estado de inocencia.
Desde que pasé ese tiempo en Nonoalco, me di cuenta que las Escuelas al Aire Libre habían perdido el ímpetu inicial y que, salvo alguno que otro director (Kitagawa que se fue a Taxco), la mayoría había dejado de interesarse en su comisión, buscaban otras posiciones y encomendaban su misión a los ayudantes, buenos hombres y artistas como Ezequiel Negrete, Gonzalo de la Paz Pérez y Everardo Ramírez, que cargaban responsabilidades por encima de su personalidad y su cultura.
Cuando en 1935 un cambio en la Secretaría de Educación Pública me proyectó al puesto de Jefe de Profesores de Artes Plásticas, con un Jefe de Departamento arbitrario y dado a la demagogia de pandilla, quise hacer lo que en mi situación independiente creí se debía hacer por las escuelas al aire libre que se encontraban sin presupuesto y sin jefes que las defendieran. Llegaban a mi los ayudantes pidiendo ser reconocidos como los verdaderos encargados de los planteles y también (con qué bochorno lo recuerdo), maestros como Claussel que temían ser cesados, ya que entonces no había ley que les diera la inamovilidad.
Nada pude hacer por estas escuelas y un día las suprimió de la nómina el jefe del departamento. Lo único que recuerdo es que defendí los puestos de Goitia y de Claussel y que presenté una exposición de las obras de este último en una sala que se improvisó' para estos fines en el Palacio de Bellas Artes, aún sin concluir.
Un año después, habiendo puesto mi esfuerzo en la educación plástica en las escuelas primarias, donde me habían antecedido Méndez, Tamayo y Castellanos, terminé mi labor con la Feria del Juguete, hecha por niños con material de desecho. Dejé el ingrato puesto y partí a Jalapa con Peña, Francisco Gutiérrez y Olga, para iniciar con mis débiles fuerzas mi carrera.
De las Escuelas de Pintura al Aire Libre me he acordado muchas veces y muy especialmente cuando en Guanajuato imagino lo que alumnos, en ese sistema escolar, hubieran pintado frente al paisaje de nuestras montañas; bien sé que ha corrido mucho el río de la historia y que los medios masivos, la televisión y el cine han desgarrado la inocencia provinciana, pero valdría la pena recapturar lo auténtico y dejarnos de transmitir “estilos" a los estudiantes deseosos del "éxito" que la publicidad pregona.
Coyoacán, Agosto 16 de 1981.